El día después

Título: El muro

Autor: Klaus Kordon

Editorial: Cántaro

Colección: «Aldea Literaria»

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Yo estaba terminando la primaria cuando cayó el muro de Berlín y a los pocos días, cuando en los noticieros no se hablaba de otra cosa, falleció mi abuela y el mundo para mí se redujo eso. Qué me importaba Alemania y sus dos mitades; esa estúpida pared que, por las imágenes, no era muy distinta a la que se elevaba frente a la estación de Castelar: llena de colores y dibujos raros. Tengo el recuerdo de un chico de campera negra en la pantalla del televisor, pegando martillazos contra aquel muro que no me parecía tan feo. Y yo no terminaba de entender toda esa furia. Aquello que pasaba al otro lado del planeta me parecía tan raro, intrascendente y confuso.

En el secundario me hablaron de la guerra y de Hitler y del Holocausto, pero no sé si me hablaron del muro. La Historia se terminaba, para mí, con la rendición alemana. Cómo se las había arreglado Alemania de ahí en más, es algo que yo no me había preguntado. Del mismo modo que no me preguntaba cómo era el día siguiente después del «Felices para siempre» de los cuentos de hadas.

Este libro nos habla de ese día después. De los alemanes que no son los del Reich pero viven con el resultado de aquella guerra. Temerosos, divididos, resignados a sobrevivir sin preguntar demasiado. Y más allá de cualquier ideología política –la capitalista Berlín occidental o la comunista Berlín oriental– rescato el mensaje que importa: basta de divisiones. Porque ninguna economía es perfecta, porque las dos son en alguna medida injustas y porque no podemos vivir como si el «otro» no mereciera existir.

La trama es vieja. Una historia de Montescos y Capuletos: la familia que pone el grito en el cielo y ellos que encuentran el modo de sortear las dificultades (léase: la vigilancia, la censura, el relato que una y otra política imponen). Un muro real y otro imaginario que los mismos pueblos han levantado a fuerza de amenazas, prejuicios y viejos rencores.

Me gustó la construcción de los personajes: la mirada romántica del abuelo Haase, a quien no podemos creerle demasiado. El discurso conciliador del padre de Matu que toma distancia de su propia ideología para darse cuenta de que, a uno y otro lado del muro, se  cometen errores.  La madre ultranacionalista que se indigna ante la agresión física pero no desdeña otros tipos de violencia (como romper una carta en miles de pedazos, donde no había más que un gesto de amistad). Y también me gustó Bobby (el niño turco) aunque hubiera preferido que el autor confiara un poco más en sus lectores: tanto se insiste en que está mal discriminar, en que todos somos iguales y Bobby no merece un trato distinto a los demás, que es inevitable entenderlo como un «otro», un alemán que es un extranjero y que siempre lo será.

Los personajes principales son creíbles. Están muy bien pintados, por ejemplo, el pudor en la adolescencia y a la vez la madurez incipiente que a los padres, a veces, les cuesta detectar. Me gustó que la historia no se planteara como un caso de amor pasional sino como un canto a la amistad. Y de lo mejor, el tópico de la botella en el mar, que apenas recorre unos kilómetros y llega, sin embargo, tan pero tan lejos.

Para chicos mayores de 12. Y adultos como yo, que a veces andan distraídos y se olvidan de repasar algunos momentos claves de la historia universal. De esos que nos enseñan a ser mejores personas.

 

Sobre todo, original

Título: Pomelo y limón

Autora: Begoña Oro

Editorial: SM

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Voy a comenzar por comentar lo que más me gustó de esta novela que ganó el Premio Gran Angular en 2011, el Premio Hache en 2012 (otorgado por un jurado de lujo: niños lectores de entre 12 y 14 años) e integró la Lista de Honor de los Premios CCEI que (según googleé) tiene bastante prestigio dentro del territorio español.

Me gustó lo que –en términos de Genette– sería el «epitexto» del libro: todo lo que no está anexado al texto y circula al aire libre en un espacio físico y social que es ilimitado. A ver: la protagonista, María Pinillas, tiene un blog y un perfil en facebook. La madre de su novio, que es una actriz súper famosa dentro de la ficción, tiene su propia página de fans. Así, dentro y fuera de la novela los personajes cobran vida y aun cuando esos espacios virtuales no llegan a resultar verosímiles en nuestro mundo efectivo (los comentarios del blog parecen guionados,  la foto de perfil de la niña es la de una adulta, la artista archiconocida tiene 49 seguidores) son una apuesta original y creativa.

Las notas al pie también invitan a hacer click: a wikipedia, a youtube, a alguna entrada del blog de la protagonista. No hice la experiencia de interrumpir la lectura, probablemente porque soy una inmigrante digital (busqué todas y cada una de las notas cuando terminé de leer el libro). Pero me imagino que los chicos irán visitando los enlaces, acorde a un modo de lectura muy de nuestros días, saltando del texto a la web y dejando la música de fondo y dispersándose (o concentrándose, está muy claro que el intelecto humano se va modificando con las tecnologías) según el gusto de cada consumidor.

Digamos que se nota en todo esto un esfuerzo por parte de la autora de acercarse a sus lectores. Es innegable que ha pensado en el destinatario (los nativos digitales) antes de sentarse a escribir. Y me gusta eso. Me gusta que un escritor tenga en cuenta a su auditorio, que intente la cercanía y un nuevo modo de contar. Y está actitud va con la autora y no solamente con el libro. Su página web (voy a usar una expresión de sus pagos que siempre me resultó simpática) mola un pegote. Más

¡La imaginación no es la mentira!

Título: Señores niños

Autor: Daniel Pennac

Editorial: Mondadori 579_senores-ninos Con Pennac me pasa lo que con Giani Rodari: es tan desbordante su creatividad, tanta la pasión que se adivina detrás de su prosa, que por momentos se me antoja un poco desprolija. Como si la escritura no llegara a decodificar todo ese aluvión de ideas que el autor tiene en su cabeza. Son tantos los guiños –la educación, la paternidad, la infancia, la disciplina, la prostitución, las fuerzas policiales, la inmigración, las artes, la lectura, la religión, la orfandad, la mala praxis, los conflictos generacionales, la violencia y podría seguir– que uno termina por perderse en un laberinto de reflexiones que nunca se explicitan pero se sugieren, se exploran y se interrogan.

La trama es divertida y original. La historia se narra desde el Cementerio de Pere-LaChaise en París: es un muerto (padre de Igor) quien lleva la voz cantante. La figura del Profesor Crastaig es ambigua y ridícula: un buen profesor que a la vez es un fracaso.  El corolario que dispara el relato («¡La imaginación no es la mentira!») y la consigna que indica el docente para sus alumnos indisciplinados («Despierta usted cierta mañana y comprueba que, por la noche, se ha transformado en adulto. Enloquecido, corre a la habitación de sus padres. Se han transformado en niños. Cuenten la continuación) bien podrían usarse en un taller de escritura. Esa es mi sensación, en principio, de la novela: Señores niños parece el resultado de un ejercicio de taller. Un buen resultado, porque el ritmo no decae (a pesar de que no hay antagonistas ni se presentan grandes complicaciones) y la historia no se ve forzada.

La erudición del autor se pone en evidencia, aun cuando la prosa no es pretenciosa ni compleja. Y el meollo de la cuestión se plantea desde el inicio: no es necesaria la ficción pues en realidad muchas veces (demasiadas veces) los niños juegan el rol de los adultos, con increíble destreza.

La voz es amigable pero el trasfondo filosófico me parece que puede confundir a un lector sin escuela. Por eso no diría que es una lectura para niños y, por el tema, tampoco para adolescentes. Hay que ser adulto para darse cuenta de que el tópico de la infancia es una excusa para atender otras cuestiones que nos preocupan principalmente a los educadores y a los padres. Una novela interesante y llevadera. Y ensayística en su planteo, en tanto llama a la reflexión y a interrogarnos sobre los preceptos sociales y las ideologías en términos althusseanos.

Mucho más que fútbol

Título: Papeles en el viento

Autor: Eduardo Sacheri

Editorial: Alfaguara

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La voz de Sacheri me conmueve. La voz, y no la historia (o sí la historia, pero por esa voz que se mete adentro para hacerme enojar y sonreír y sobresaltarme y llorar. Por todos esos estados pasé durante la lectura). El libro habla de fútbol, y a mí el fútbol me importa poco. Sin embargo, no pude dejar de leer. Porque el fútbol, en realidad, es una excusa para hablar de otras cosas. De la amistad, sobre todo. De cómo atravesamos las pérdidas y enfrentamos (o no) la muerte. De lo importante que es «dejar fluir», dejar que las cosas vayan por el lado que quieran (como los papeles en el viento) pero, también, tomar decisiones. Porque con decisiones se avanza, se persiguen sueños, aunque los sueños no se cumplan tal como los soñamos y después tengan su vuelo propio.

A ver si me ordeno. Los personajes son entrañables. Queribles hasta el punto de que duele dejarlos: ¿cómo estaré mañana sin saber del mono, del ruso, de Fernando; de Mauricio, incluso, aunque lo odié con pasión? ¿de Cristo y del Polaco, que desde las sombras, ayudan a pintar el escenario? Porque la vida es así, a veces tan distinta a los estereotipos que uno tiene en la cabeza: el que anda por la calle como un rey termina siendo un pobre tipo, el empleado de mal aspecto que te levanta un negocio en ruinas, el abogado exitoso siempre rodeado de gente pero también tan solo, el amigo de pocas luces que te resuelve un problema que parecía insalvable. Porque, ay, cómo lo quise al ruso. Al ruso que es un boludazo (no lo digo yo, sino el mono) pero tan ingenuo, tan simple, tan necesario en este mundo voraz que a veces duele tanto.

Con los personajes de Sacheri me pasa esto (me pasó con el Sandoval de La pregunta de tus ojos): no sé si me daría la oportunidad de conocerlos en la vida real. Porque somos distintos, reaccionamos de forma diferente y hasta diferimos en nuestros valores. No siento identificación con ellos y, sin embargo, me representan. Porque en el fondo sí, en lo más íntimo del ser humano, son exactamente así como yo soy. O mejor: como yo quisiera ser. Y entonces es imposible no quererlos, no desear lo mismo que ellos desean, no enojarme con ellos cuando reaccionan mal o querer abrazarlos cuando se decepcionan. Dentro de ese mundo posible que construye el autor tan meticulosamente, dentro de la ficción que yo acepto como verdad el tiempo que dure la lectura, yo misma soy diferente y tomo partido por cosas con las que no necesariamente acordaría en la vida real. Hasta ese punto me toca la literatura, me ayuda a tomar distancia de mis propios prejuicios, a darme cuenta de que yo sería perfectamente capaz de enamorarme de alguien como el Ruso. Un dejado, ¿un vago?, un tipo sin ambiciones al que todo le da igual, que se la pasa jugando a la play mientras las deudas se amontonan. Pero también un tipo que adora a su familia, que recorre mil kilómetros con cuatro pesos en el bolsillo solo para poder ayudar a un amigo, que considera a sus empleados como compañeros, que «es incapaz de hacerse problema durante más de diez minutos seguidos sin que la felicidad lo distraiga». ¿Cómo no voy a enamorarme, si el tipo –más allá de sus fallas– es todo lo que a mí me gustaría ser?

La prosa es rítmica y poética. Incluso cuando aparece el lenguaje soez, porque está ahí no para provocar (como se me antoja que ocurre, por ejemplo, en El pasado de Alan Pauls, o en Cronología de la furia de Guillermo Cácharo) sino para construir escenas verosímiles. Los diálogos fluyen, aceleran la lectura y nos acercan a los personajes. Pero también hay un narrador que hilvana con cuidado la trama para que no queden hilos sueltos; que sabe soltar su propia voz para tejer un montón de recursos que evitan el relato cronológico y estereotipado: estilo indirecto libre, prolepsis, analepsis, pausas descriptivas, un juego complejo de focalizaciones que nos llevan de un personaje a otro y del vistazo general y panorámico al detalle del primer plano. Los indicios, dejados como al descuido, logran que la sorpresa del desenlace no se convierta en engaño. El final sorprende, sí, pero no tanto: hubo más de un guiño (sutil y por eso mismo, efectivo) para el lector, que tuvo en frente todas las piezas aunque no fuera capaz de ubicarlas.

Y me gusta, en Sacheri, la justicia poética. Porque será un procedimiento antiquísimo y atentará contra la verosimilitud y esta última moda de los finales infelices que se entienden mejor con el mundo real, pero a mí me regocija ver –aunque sea en la literatura– a los personajes que no se resignan con su suerte y salen a buscar lo que les falta, que logran cambiar su destino y dar cuenta de que es posible (y necesario y hasta imperativo) atreverse a soñar. Y esa justicia poética es la que me saca el gusto amargo cuando tengo que soltar al Mono (como tuve que soltar a Sandoval en La pregunta de tus ojos) y aceptar que la muerte es parte de la vida y aunque duela (en la literatura y en la vida) no empaña el final feliz.

Que transcurra en mi barrio y yo conozca las calles, las zonas que se mencionan, los colegios, los bares y las plazas es un plus que me tocó en lo personal. La película no la vi (todavía) pero estoy ansiosa por saber si estará a la altura de un texto que me pareció bello, íntimo y emotivo. Si estuviera trabajando en el secundario todavía, sería mi primera propuesta de lectura. Es un libro para disfrutar con los jóvenes, con los que saben de fútbol y los que no; para debatir en el aula y hacernos interrogantes sobre cómo se construye un mundo creíble y sólido en la literatura. Pero también para hacernos preguntas sobre la vida.

 

 

 

Un verdadero policial

Título: El camino de Sherlock

Autora: Andrea Ferrari

Ilustrador: Carlus Rodríguez

Editorial: Alfaguara

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Una novela dinámica, divertida y con mucho suspenso. Me encantó la voz del protagonista-narrador, Francisco (alias Sherlok) y la vuelta de tuerca para  mostrar que las diferencias –incluso esas que tienen buena prensa y consideramos «dones»– nunca son fáciles.

Todo cabe en este libro: las expectativas de los padres, la presión sobre los hijos, la amistad que se intenta forzar y la que llega más naturalmente, la incoherencia de una maestra (que pone excelente en el cuaderno pero manda una nota a casa), las falencias de un sistema educativo que no sabe qué hacer con el alumno que no encaja en la media, la competencia descarnada y por lo mismo cruel, los problemas de autoestima (por defecto y por exceso) y la ingenuidad (que nada tiene que ver con la inteligencia).

Intertextual (maravilloso el diálogo que se establece con la obra de Conan Doyle) y creativa. A diferencia de otros detectives de moda en LIJ (o mejor dicho, algunos estereotipos que se repiten hasta el hartazgo) Francisco termina involucrándose con un verdadero criminal. La noción de «peligro» y el verosímil realista enmarcan la obra en el policial tradicional sin dejar de dirigirse, por ello, a los chicos. Me gustó mucho además el estilo de la autora; la erudición del personaje le dio la oportunidad de ofrecer una prosa un poco más compleja y poética de lo que permite generalmente el punto de vista infantil.

La recomiendo para niños mayores de 10, aunque Alfaguara sugiere que sea leída desde de los 12.

No dañan algunas pecas

Título: Ana y la maldición de las pecas

Autores: Nicolás Schuff/Damián Fraticelli

Ilustradora: mEy!

Editorial: Uranito

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Las historias de brujas (creo que ya lo dije muchas veces) siempre me gustaron. Y más cuando son al estilo de Dahl: con antagonistas niños que ponen en ridículo al villano. En este caso, claro, el texto es políticamente correcto: las brujas no se salen con la suya y los adultos actúan exactamente como se supone que deberían actuar.

La historia es llevadera y los personajes, queribles. Ana es un encanto de niña y su amiga, Martina, aporta una buena dosis de humor que sin duda fortalece la trama. Las ilustraciones de mEy!, con su personalísimo estilo –acorde a los gustos y tendencias de la LIJ contemporánea– ponen lo suyo, como siempre: planos en picada, en contrapicada, aéreos y en detalle que llaman la atención sobre aquello que conviene mirar (las pecas, la vergüenza de Ana al frente de la clase, el portero-obstáculo que se alza como un muro, el dedo poderoso que decide destinos y finalmente la presencia no amenazante de las brujas que, en segundo plano, toleran sonrientes su fracaso).

Sin duda el punto de vista infantil es lo mejor de la novela. La voz narradora, en tercera persona, no emite juicios frente a la espontaneidad, los impulsos y los riesgos que toman los personajes. La mirada adulta no se filtra y la historia se cuenta desde un lugar menos comprometido con el «deber ser» , lo que nos hace aceptar un mundo posible con algún rasgo de la realidad efectiva pero más mágico e inofensivo. O en otras palabras: más atractivo para los chicos. Más

Sueños mágicos

Título: Magia en Al-Muhadá

Autora: María Laura Dedé

Ilustradora: Mónica Weiss

Editorial: Comunicarte (Colección «Veinte escalones»)

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Magia de Al-Muhadá nos habla de la marginación y la injusticia social a través de una voz compleja: la de un niño que lleva la vida de un adulto pero no ha perdido la inocencia (es capaz de sorprenderse con un circo y de dejarse llevar por la ilusión). El texto está lleno de imágenes hermosas: una carpa que se arruga de tanto aplauso, días que parecen usados, el tiempo que se vacía con cada sorbo de sopa, el aire que puede pesar como un ladrillo, la noche que se traga las cosas.

Los capítulos breves in crescendo nos van metiendo en un clima cada vez más onírico. Por un lado, el mundo posible (tan cruel, tan evidente, tan dramático): un niño que deja el colegio para trabajar, un tío preso, un padre borracho y golpeador, una madre que ha quedado cesante a causa de un accidente laboral,  un jefe autoritario y abusivo, una prima de quince que es llevada con «los del bar», un bebé que llora de hambre y no hay leche, una pandilla que puede moler a palos. Por el otro, lo irreal (una galera que vive, un lanzallamas que calienta la pava con tres soplidos, un niño que se vuelve loro), la ternura (un beso con chupetín, una risa rosa) y el humor que ayuda a soportar la vida y a escaparse de ella (los chistes de Juancho, que conforme avanza la novela se van multiplicando). Así, se hilvana un final donde la realidad y la fantasía se funden y confunden  (lo que nos regresa al hermoso epígrafe de Michael Ende y se cierra con la referencia implícita a Lewis Carroll) y los sueños pasan a ser el tema central. Por eso, la magia de Al-Muhadá (¿o será de la almohada?) rescata al protagonista. Por eso es posible para él reescribir su historia y reescribirse. El párrafo final nos lanza otra vez al capítulo dos. Porque en esta novela, como en el circo, el show nunca termina: siempre vuelve a empezar.

Aunque la editorial lo recomienda para niños mayores de 11, creo que a los 8 o 9 el libro se disfrutaría más. Las oraciones son breves, la sintaxis simple y el vocabulario perfectamente asequible para los chicos. Además, la voz narradora hace uso de muchas onomatopeyas y a veces adquiere un tono que para los más grandes, tal vez, podría llegar a sonar condescendiente. Ciertos estereotipos (la ignorancia del pobre no escolarizado que puede confundir una factura fiscal con un bollo de panadería, por ejemplo) podrían asimismo alejar al público pre-adolescente.

Sobre brujas y superhéroes

«Ya sé que me tendría que haber largado de allí.  Que entrar en aquella casa no era buena idea. Que era la peor idea, pero volví sobre mis pasos y entré: entré en un caserón abandonado que olía a pizza de tripas caducada». 

Título: Una bruja está borrando la ciudad

Autora: Raquel Míguez

Ilustrador: Antonio Perera

Editorial: Dylar

Colección: «El tejo rojo»

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Si tuviera que elegir un único libro en todo el planeta Tierra, no lo dudo: elijo Las brujas de Roald Dahl. No solo porque está maravillosamente contado: la trama es super dinámica; los personajes, adorables; la construcción del verosímil, genial. Esta dirigido, además, a niños inteligentes que pueden leer entre líneas y sacar sus propias conclusiones.

Pues bien, Una bruja está borrando la ciudad tiene mucho de aquel clásico de la literatura infantil. Miguez recoge algunas de las señas con las que Dahl describía a aquel conjunto de mujeres ultramalvadas y las resignifica: así, Úrsula tiene su forma particular de hablar y Vitoretta un secreto bajo las botas que se encargan de ocultar su ¿abominable? identidad. Por lo demás, el estereotipo de la bruja malvada –y esto es una diferencia con Dahl– coopera en la construcción de una imagen clara y asequible para el pequeño lector. Porque el libro está dirigido a niños más bien pequeños que necesitan una trama ágil pero no vertiginosa, personajes interesantes que no lleguen a ser complejos y una tensión moderada que si bien mantiene el suspenso a lo largo del relato no enreda al niño en hipótesis innecesarias.

La mirada inteligente de Guille nos hace ver, por otra parte, la figura del personaje malvado sin los matices que podrían asustar a quienes recién están empezando a comprender la diferencia entre ficción y realidad. Es una mirada prudente pero temeraria a la vez  y la inocencia de sus observaciones nos hará sonreír conforme vayamos avanzando en la lectura.

Que las leyendas urbanas y las retahílas se conjuguen con la trama es sin duda otro acierto de la autora; así como las alusiones a los cuentos tradicionales y a los comics que tan bien conocen los chicos. Me gusta también la estructura circular que sobre las páginas finales nos hace volver al principio. Como pasa con las novelas bien hechas, el personaje evoluciona a partir de las vicisitudes que le tocó vivir. De alguna forma termina cumpliendo su sueño de superhéroe (vuela de un rascacielos a otro y salva su ciudad) y refina sus gustos: por alguna extraña razón, ya no le gusta la pizza boloñesa.

Para niños mayores de 8 que tengan ganas de disfrutar una historia dinámica y bien contada, con momentos humorísticos y detectivescos, y un puñado de personajes adorables que los harán sentir a gusto durante toda la lectura.

 

Ese muerto seductor

Título: La cena del dinosaurio

Autora: Verónica Sukaczer

Ilustrador: Pablo Tambuscio

Editorial: del Naranjo

Colección: «La puerta blanca»

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Casi todas las corrientes teóricas –aun cuando no coincidan en el modo de abordarlo– están de acuerdo en que el narrador es lo más importante del relato.  De una u otra forma, los demás componentes discursivos experimentan los efectos de su manipulación: el narrador condiciona y regula la información y decide de qué modo le hará conocer al lector el mundo posible que se está construyendo en el relato.

¿Por qué decido empezar esta reseña así? Porque el narrador en este libro es, como diría mi hijo,  lo más de lo más.  Está tan bien construido, es tan creíble y querible, que aun cuando fallara cualquier otro aspecto del relato (y por las dudas aclaro: no estoy diciendo que falla) la novela seguiría siendo genial.

Sukaczer decide darle voz a un muerto. Y esto le da un montón de licencias: es un narrador en primera persona (lo que nos permite disfrutar de toda su subjetividad) pero al mismo tiempo es omnisciente (¿quién podría decir que un muerto no es capaz de meterse en la cabeza de los otros personajes, de conocer el pasado más remotísimo y de anticiparse  a los hechos que van a venir?). Y es como Brás Cubas, el de Machado de Assís: un difunto alegre, que puede tomar distancia de su propia muerte y hacernos reír aun en los momentos de mayor tensión. Más

Sin prejuicios

«Hay tres cosas de las que estoy completamente segura. Primera, Edward es un vampiro. Segunda, una parte de él se muere por beber mi sangre. Y tercera, estoy total y perdidamente enamorada de él».

Título: Crepúsculo

Autora; Stephanie Meyer

Editorial: Alfaguara

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Una de las cosas que más me irritan en este mundo son los prejuicios. Será por los ámbitos en que me muevo. Cuando empezás a enseñar en la Universidad (y más si estás apenas recibida) tus pares te miran con un poco de desprecio. A mí llegaron a decirme «chiquita» y en un examen final (me acuerdo y sangro) no me dejaron pasar la nota en una libreta:

–Dejame a mí, mejor. A ver si te equivocás…

Cuando empecé a ganarme el respeto de mis pares en la UBA, para colmo, se me ocurrió empezar a publicar. Para qué. El prejuicio me llegó de los dos lados: de mis compañeros de cátedra (que ahora se bancaban que fuera docente y hasta empezaban a considerarme buena, pero de ningún modo les cabía en la cabeza que pudiera convertirme en escritora) y del mundo editorial. Porque nadie pone dos pesos en un nombre nuevo. Habrás llegado por acomodada, por palanca, porque hoy se publica cualquier basura, pero seguramente no porque te lo merezcas. No porque tengas algo lindo para contar. No porque naciste para esto y resulta que de tanto insistir la vida quiso darte la oportunidad. Más

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