El premio de crecer

Título: El verano de las adivinas

Autor: Alejandro Castro

Ilustradora: Guadalupe Belgrano

Editorial: Sigmar

El 28 de abril pasado viví uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Por primera vez estuve en la entrega de un premio literario (cuando me dieron la estatuilla en el Hucha de oro, fue una buena amiga en mi nombre porque España no queda acá a la vuelta). Por primera vez estuve sentada en la primera fila, justo al lado de Alejandro Castro que se llevó (ahora lo digo con conocimiento de causa) muy merecidamente el 1° Premio. A mi izquierda (para colmo de lujos) Valeria Dávila,cuyo Afinador de mosquitos se quedó con el áccesit. El mío fue un modestísimo tercer lugar, compartido con Marianela Alegre, a quien no tuve el placer de conocer.

Como sea, estuvimos unos cuantos minutos charlando de bueyes perdidos antes de que empezara la ceremonia. Lo felicité, me felicitó. Me contó la historia. Me habló de Luciano (¡me presentó a Luciano!), de la gran alegría que había sentido al enterarse.  Se lo notaba feliz, claro. Discharachero y distendido. En esos pocos minutos de charla, Alejandro me pareció macanudo. Un tipo sencillo y de perfil bajo. Y a mí me cae especialmente bien la gente de perfil bajo.  Antes de leer su biografía, él ya me había contado su trayectoria como músico y poeta. El verano de las adivinas fue  su primera incursión en la literatura infantil ¡y qué bien le salió! Hay imágenes realmente bellas, de esas que además de bellas son ingeniosas y directas: «Yo te miraba desde lejos y era como aprender a leer otra vez», fue una de las que más me cautivó.

Las imágenes toman más fuerza a través de la 2da. persona por la cual se entreteje el discurso. Porque Luciano le habla todo el tiempo a Marcela. A Marcela que significó tanto para él y de quien no pudo despedirse. A Marcela que le enseñó a comprender el lenguaje del cielo con un simple largavistas y que le confió un secreto. Un secreto incómodo pero necesario, sin el cual jamás hubiera sabido «que entre el miedo y la valentía casi no hay nada de distancia».

Las adivinas son, creo yo, una excusa. Una excusa que necesita Luciano para tomar coraje, para decidirse a creer. Para salvar a Marcela y salvar la tristeza que le produce el desencuentro final. Porque en última instancia, todo lo que necesita Luciano «está en su corazón y él lo sabrá cuando llegue el momento». El lector se conmueve porque en El verano de las adivinas, Castro logra captar el momento –el preciso momento–  en que un niño deja de ser niño. Esa escena final en la que, abrazado a su padre, llora «sin que sea exactamente llorar» descarga toda la tensión que el lector fue sintiendo junto al chico. Esa doble página que (para colmo) Belgrano pinta en todo su esplendor en esa noche azul y mágica, con las dos lechuzas mirándonos de frente, es extraordinaria. De verdad extraordinaria. Como la esperanza de Luciano, que estas dos pitonisas esperpénticas, surrealistas ycautivadoras terminan convirtiéndole en certeza.

La novela se nos queda metida en la cabeza como una canción, de esas que vamos tarareando distraídamente sin darnos cuenta. Y entonces pienso que por algún lado tuvo que haberse colado el músico-poeta. No sé exactamente por donde pero ahí está, recitándonos un final que vuelve sobre el inicio, sobre el título y la portada, sobre esa imagen de dos niños volando hacia la inmensidad de una noche que, adivinamos, está repleta de estrellas.

Para niños a partir de 10.

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